Por: Gregorio J. Igartúa, hijo
El pasado 5 de octubre de 2018 tuve la oportunidad de comparecer ante Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Boulder Colorado, para presentar argumentos en respaldo a las querellas presentada por mi padre, el licenciado Gregorio Igartúa, y el honorable exgobernador Pedro Rosselló, relacionadas a la violación de derechos humanos de los ciudadanos americanos de Puerto Rico. Específicamente, la privación del derecho de participar en los eventos electorales federales
Si bien tanto el expediente de la Comisión como el récord público incluyen extensos datos históricos y legales relevantes a esta discusión, rechazo la idea de que es nuestra obligación justificar la razón por la que debemos tener acceso y disfrute de nuestros derechos políticos; eso sería contradictorio. La verdadera pregunta que hay que hacerse, y así se le presentó a la Comisión, es: ¿Qué argumentos apremiantes justifican las políticas que nos privan de estos derechos humanos?
A estos fines, en su respuesta a las querellas, el gobierno de los Estados Unidos intentó oponerse a los argumentos de los peticionarios presentando una versión arcaica y diluida de la democracia y la participación política. Argumentos que expresamente contradicen los principios que sirven como piedra angular a las bases jurídicas y filosóficas, tanto de la organización, como de la nación.
En primer lugar y sucintamente, argumentaron que los ciudadanos estadounidenses de Puerto Rico tienen un nivel adecuado de autogobierno. Ya que, alegadamente, participamos plenamente en los procesos políticos estatales y locales. Es interesante que formulen este argumento en un momento en que opera una junta de supervisión federal, con amplios poderes, que incluso le da la facultad de anular decisiones locales y estatales de los funcionarios electos. No obstante, aun en ausencia de la junta, el argumento es improcedente.
La participación política como un derecho está expresamente reconocida en múltiples instrumentos internacionales, incluyendo aquellos citados en la querella, y sus contornos han sido claramente definidos y delimitados. Así, por ejemplo, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha interpretado que la participación política efectiva requiere: “la formulación e implementación de políticas a nivel internacional, nacional, regional y local”. Nuestra falta de participación, particularmente a nivel federal, nos ha colocado en un estado de subordinación y desventaja estructural con contundentes implicaciones sociales y económicas.
Por otro lado, el Departamento de Estado alega que el sistema constitucional americano no permite que los residentes de Puerto Rico voten y elijan funcionarios federales. Es decir, que no existe violación alguna por cuanto solo obedecen el texto de la constitución. Independientemente de nuestra postura sobre dicha interpretación constitucional, aun asumiendo su corrección, esto no contradice el argumento de una violación de derechos humanos. Esto es, la discreción del Estado con respecto a los derechos humanos de sus ciudadanos no es absoluta, sino limitada a condiciones razonables; no discriminatorias.
La distinción entre los ciudadanos estadounidenses que viven en Puerto Rico y los que viven en los Estados con el propósito de su derecho al voto, en pleno siglo XXI, es tanto discriminatoria como irrazonable. Si la existencia de una disposición legal nacional fuera suficiente para excusar cualquier actuación bajo el derecho internacional, entonces nunca habría violaciones de derechos humanos, ya que la gran mayoría de estas actuaciones se realizan al amparo de alguna ley; so color de autoridad. ¿Acaso la discriminación racial en distintas modalidades no estuvo reconocida por ley por casi 200 años?
En tercer lugar, el Departamento de Estado de EE.UU. propone una solución única para nuestra deficiencia de derechos humanos: Nos invitan a mudarnos a cualquiera de los 50 estados. Además de lo que ya se ha dicho, esto, en sí mismo, es un reconocimiento de discriminación. Este argumento no solo es irrespetuoso, sino que los Estados Unidos se sentirían indignados si cualquier otro estado miembro sugiriera una solución similar a una queja de derechos humanos. ¿Acaso los Estados Unidos le sugieren a los ciudadanos de Venezuela que se olviden de lo que pase en su país y se vayan a disfrutar de sus derechos humanos en algún otro lugar? Curiosamente, este argumento cayó muy bien a algunos en la isla quienes dependen políticamente de promover la indignación y la discriminación.
La Carta Democrática Interamericana no solo reconoce el derecho a la democracia, sino que define sus elementos esenciales y la obligación de los Estados signatarios de promoverlo y defenderlo. Según indicado por el entonces secretario de Estado, Colin Powell, durante una intervención en la Asamblea General: «La democracia es la única forma legítima de gobierno y nuestra gente no merece nada menos».
Algunos otros argumentan que los ciudadanos americanos de Puerto Rico adoptamos voluntariamente la relación actual con pleno conocimiento de sus limitaciones. Sin embargo, durante la última década, los residentes de Puerto Rico rechazaron esta relación en dos ocasiones. Además, los derechos humanos que se discuten en la querella no pueden ser totalmente delegados o renunciados. La noción de tal delegación contradice los principios y la naturaleza de la democracia y los derechos humanos en general.
Aquellos que argumentan que este asunto es exclusivamente político y justifican su reclamo en el derecho a la autodeterminación, ignoran no solo la naturaleza de dicho derecho sino su desarrollo histórico y su interacción con el concepto de la soberanía. Quizás sin saberlo, recurren a argumentos similares a los esbozados por el representante de los Estados Unidos; los cuales forman parte de un concepto de soberanía arcaico, típico del siglo XIX.
El hecho de que, después de más de un siglo, los Estados Unidos no han brindado a sus ciudadanos de Puerto Rico la oportunidad real de disfrutar de estos derechos, independientemente de los remedios disponibles u óptimos, constituye una violación incuestionable de sus obligaciones bajo el derecho internacional. Si bien algunos pueden tratar de defender, racionalizar o incluso justificar la discriminación, bajo el pretexto de la ley, debemos siempre tener claro que la discriminación nunca será justa, nunca será racional y nunca será digna.